Total, que andaba yo tan tranquila hace unas semanas terminando de releer la novela que acababa de escribir y de repente me encontré con una trama (1) que no encajaba bien. Es decir: sí encajaba. Pero no como A MÍ me gusta que encajen las tramas, cuando escribir el desenlace de esa trama equivale a conseguir que la pieza roja del Tetris se deslice justo en el hueco que llega desde lo alto de la pantalla hasta el fondo y de repente todo son lucecitas de colores, numeritos de píxeles anunciando una burrada de puntos que suben a tu marcador y muñequitos de rusos saliendo sorpresivamente de puertas en torres para marcarse un kasachok salvaje al ritmo de una música machacona que luego se te aparece en sueños durante las siguientes 3 décadas (y subiendo).
Vaya, que la trama estaba ahí, y estaba bien, pero no me daba gustirrinín ver cómo se anudaba alrededor de las demás tramas. Imagino que conoceréis la sensación, si escribís o desarrolláis cualquier otra actividad creativa o similar. Había algo que no funcionaba. O que no acababa de ser todo lo funcional que yo quería 😕. Y odio esa sensación, porque puedo pasarme tranquilamente meses y meses y meses e incluso años, si hace falta, dándole vueltas cada segundo que estoy consciente en busca de ese detalle que falla, que no está todo lo bien que debería, que tal vez habría que modificar o que habría que sustituir por otro detalle (que evidentemente no se te ocurre ni aunque te exprimas el cerebro en un vaso de tubo dos veces al día durante un semestre completo).
¿Y lo más divertido? Que cuando consigues encontrar lo que le faltaba a una (1) trama, descubres que eso influye en otra (1) trama y a su vez si cambias eso en la trama 2 influyes en la trama 5, 8, 12 y 43, y acabas montando un efecto bola de nieve que te obliga a replantearte detalles en doscientas tramas, ocho millones de escenas, cuatro backgrounds de personajes y un primo segundo que pasaba por allí. Y entonces ya no tienes que encontrar una (1) idea (a.k.a. la ficha roja del Tetris), sino tres millones cuatrocientas ochenta y cinco mil doscientas tres.
El caso, que me enrollo. Que yo venía a contaros que al final logré desenredar el nudo salvaje, porque buena soy yo para esas cosas. Y lo curioso es que conseguí desenredar el nudo con un único detalle (1) clave, ya sabéis, ese detalle, esa ficha roja que hace que todo encaje y las tramas se deslicen hacia abajo y los puntos suban a tu marcador a velocidad de vértigo y el ruso pixelado baile un zapateado alegremente por todo tu pasillo durante dos días y medio.
Qué bien, diréis. Pues sí, pero no. Sí, porque la encontré. No, porque la cabr*ona desgraciada maldita de mi musa decidió susurrarme al oído ESE detalle... cuando yo estaba en la ducha. Desnudita. Mojadita. Enjabonadita. Con los pies sobre cerámica resbaladiza cubiertos de agua y jabón aún más resbaladizos.
Mejor no os explico el cuadro ni la que tuve que montar para que NO se me olvidase la idea, porque si hay algo que todos tenemos claro es que si se te ocurre una idea en la ducha y no la apuntas, confiando en tu memoria (y quien dice ducha dice cama, coche, compra, excursión por el campo, reunión importantísima de trabajo o paseo por la estación espacial internacional), SE TE VA A OLVIDAR. Es una de las verdades inamovibles de la realidad y del universo. SE. TE. OLVIDA.
Mi tobillo no ha vuelto a ser el mismo. El suelo de mi pasillo, tampoco. Y a mi gato negro aún no se le ha pasado el trauma. Pero eh, conseguí apuntarla a tiempo, y al final acabó en la novela, y las tramas encajaron y el ruso fue feliz con su kasachok 😋
No os cuento más, que esto ya está largo. Pero la verdad es que no es la única vez que me ha ocurrido: de hecho, me pasa a menudo. Si os apetece que os cuente con más detalle alguna de esas veces, siempre podéis echarle un ojo a este vídeo de YouTube 😁